"Este hombre les dice que pueden hacer lo que quieran, no lo olviden, y eso incluye la normalización del racismo, que se eleva a la categoría de homenaje a la tradición" Juan Manuel Robles
Límites rotos
Trump no ganó a pesar de ser un cínico. Ganó por eso.
Ha ganado Donald Trump y Estados Unidos (“América”) no volverá a ser grande de nuevo, como no lo fue la primera vez que el magnate llegó al poder usando como carnada aquel lema lleno de nostalgia blanca. Ha ganado en distritos electorales y también en cantidad de votos, pero todo ese pueblo, esos rabiosos descamisados con bluejeans y botas, esos mineros de Minnesota, frustrados y hartos porque el país militarmente más poderoso del mundo no vela por sus necesidades básicas se darán cuenta rápido de que con Trump 2.0 la cosa no cambiará, a pesar del circo de cohetes espaciales que Elon Musk ofrecerá para distraer a las masas. Y que las guerras continuarán y la salud seguirá siendo absurdamente cara (este es el país donde quien tiene un accidente en la calle pide desde el piso que no llamen a la ambulancia, por terror a la cuenta). Entonces crecerá el fenómeno Trump, pero sin Mister Trump (que será un viejo decrépito). Será el sentimiento antisistema, la puesta en duda de una democracia que fue la más sólida del planeta, una versión del trumpismo más radical y grotesca que no ha hecho sino empezar.
Hoy los votantes de Trump se matan de risa. Para eso —nada más— sirven las justas electorales: son un festival de emociones desbordadas, un juego de roles y una suerte de terapia. Nadie cree ya que un político vaya a cumplir sus promesas —sobre todo si son del calibre de “acabaré con las guerras”—, nadie le exige ser convincente. Pero quién le quita a esta gente el gusto de ver a un hombre que puede hacer lo que hace ese señor, burlarse de absolutamente todo y caer parado. Quién les quita ese disfrute de acompañar con hurras al único presidente que no se amilana con detalles como una acusación criminal y dos impeachments. Y para colmo, el tipo recibe un disparo dirigido a la cabeza (en el país donde le volaron los sesos a John F. Kennedy), le cae en la oreja haciendo un reguero de sangre, y grita “¡fight!” varias veces, como un orate lleno de determinación.
Ya lo han dicho y es evidente: Trump no ganó a pesar de ser un cínico capaz de violar las leyes. Ganó por eso.
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EDICIÓN 708, NÚMERO 15
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